De repente topo con un dato. Me doy cuenta de su singularidad. Lo subrayo y lo conservo en el apartado de los datos singulares. Pero lo hago con plena consciencia de que no sé interrogarlo y eso le sienta fatal a mi narcisismo filosófico. Actúo como un coleccionista de excentricidades. Pongamos por ejemplo el dato de que en la Biblia no hay una palabra que sea equivalente a la palabra griega "physis" (naturaleza). Supongo que eso debe querer decir algo, pero no sé cómo hacerle hablar al dato y lo memorizo sin extraerle ningún jugo. Esta irreductibilidad del dato, que no se deja integrar en algo más amplio, como una teoría, es la señal del fracaso del filósofo. Me he visto abocado mil veces a esta frustrante sensación de topar con el encorsetamiento de mis límites. De hecho voy cargado de datos que se ríen de mí, señalando con su risa esos límites. Pero lo que más me inquieta no es eso, sino la sorpresa de que, sin comerlo ni beberlo, de repente, a la vuelta de una esquila cualquiera, me asalta con toda nitidez la pregunta adecuada y entonces veo el dato como lo que es, un índice de algo que lo trasciende. "¿Qué necesidad tenían los hebreos de la phýsis si poseían un dios que se autoproclamaba "yo soy el que seré"? Apunto inmediatamente la pregunta y comienzo, finalmente, el debate conmigo mismo. Un debate que se articula sobre el fondo de la perplejidad: "¿Qué demonios hay en mí que me va escribiendo a su capricho las preguntas?"
El yo no es sólo la síntesis de mis relaciones con el mundo. Es también la síntesis de mis relaciones con lo daimónico.
Otro dato sin pregunta: En Heidegger no aparecen ni una sola vez ni "Jesús" ni "cristo".
Gregorio Luri
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